Mi maternidad, historia de un embarazo

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Siempre he querido ser madre. De niña jugaba con serlo, en mi adolescencia lo soñaba, y de adulta, la maternidad, la tenía como mi mayor meta. Siempre supe, o al menos creí, que tendría un hijo. Los adivinos en masa lo habían confirmado, y ni el hecho de que un especialista me dijera que era infértil pudieron hacer tambalear mi determinación. Tendría un hijo y lo llamaría Alfonso.

A medida que pasaron los años y se convirtió en una década, el pequeño bebé que había imaginado nunca llegó. Había bebés, muchos bebés, pero ninguno se quedó mucho tiempo. Conocí el sexo de uno solo, una niña que se fue a las 13 semanas de gestación. La llamé Anabel. Independientemente de la incertidumbre, nombré a mis bebés «sin género» con nombres dulces y femeninos. Ana, Lucía, María…

Más por autopreservación que por verdadera fe, llegué a considerar a estos bebés como mensajeros. Eran mis ángeles. Me recordaban y animaban a que siguiera intentándolo. Estos bebés me recordaban que mi hijo todavía estaba por ahí en algún lugar, esperando el momento en que su vida pudiera realizarse. Eran las niñas las que no estaba destinada a dar a luz, hermanas del hijo que tendría.

«Mi maternidad se iba al traste»

Cuando finalmente llegó un bebé, fue por medios no convencionales. Después de tantos intentos de tener un hijo, estaba desesperada. Me habían diagnosticado un trastorno de la coagulación que puede causar abortos espontáneos. El tratamiento fue peligroso y controvertido. Sentí que si perdía a otro hijo me perdería a mí misma. Mi maternidad se iba al traste.

El 22 de octubre de 2002 nació mi hija. Sigue siendo uno de los momentos más felices de mi vida. Mi sueño se renovó. Mi hijo todavía estaba por llegar. Esta niña había sido enviada para aliviar mi corazón que tanto sufría. La llamé Ana.

Mientras Ana crecía, yo luchaba con la necesidad de hacer realidad mi sueño; tener un hijo. Sin desanimarme por el hecho de que habían pasado casi dos décadas, continué tratando de traer un niño al mundo.

En 2018 tuve una transferencia de embriones. Supe dos cosas ese día: que este bebé sobreviviría y que este bebé era una niña. Esto evocó en mí una sensación de absoluto terror y confusión. Después de todo, creía que no podía tener niñas. Durante veinte años me había convencido a mí misma de que cualquier niña que llevara en mi vientre moriría y que solo un niño podría sobrevivir. Puse a mi hermana como ejemplo, una mujer que tuvo dos niñas que fallecieron antes de dar a luz a dos niños sanos. ¿Cómo podría ser que después de tanto tiempo mi anhelado embarazo me traería otra hija?

A pesar de sentir que su yo femenino crecía dentro de mí, trabajé duro para convencerme de que mi bebé era en realidad un niño. Mirando hacia atrás, creo que necesitaba hacer esto por mi propia cordura. Después de tantas pérdidas necesitaba creer en mí y en mi hijo, y de alguna manera la única forma en que podía hacerlo era creer en el sueño. Al mismo tiempo, comencé a mirar a Ana y su nueva ilusión: el sueño de tener una hermana.  Tal vez también, tener una niña sanaría parte del dolor que sentí durante mucho tiempo.

A las diecinueve semanas mi deseo se hizo añicos, pero mi sueño se cumplió. Ante mí, en la pantalla, había un hermoso y saludable bebé.

El 21 de enero de 2019, cinco días después de cumplir 40 años y 20 años después de que comenzara mi búsqueda, di a luz a un hermoso niño. Lo llamé Alfonso.

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